martes, 7 de junio de 2011

EL CAMBIO


Hacía dos semanas que había vuelto por allí después de muchos años. Recordaba nítidamente cada una de las sensaciones que me habían brotado al volver a Bárcenas.

"La formidable puerta principal formada por dos enormes hojas estaba en el centro del portal. Aunque con evidente deterioro, seguía siendo una belleza de sobria talla en una oscura madera de gran nobleza. Introduje la pesada llave que llevaba en mi bolso y al girarla comenzó a abrirse con un estruendoso chirrido. A medida que se abría se iba perfilando un enorme “hall”. El olor a humedad y abandono se mezclaba en mi memoria con los recuerdos de mis entradas en aquel mismo espacio muchos años atrás. Justo enfrente de la puerta se alzaba un amplio arco carpanel que descansaba en dos hermosas columnas de piedra caliza, tan abundante en la tierra, tras el que se erguía una hermosísima escalera, de piedra también.

Una vez dentro, mis ojos se fueron adaptando poco a poco a la escasa luz y sin necesidad de pensar, como en un acto reflejo, me dirigí a la habitación que se abría a la derecha. Era una amplia estancia rectangular de paredes totalmente recubiertas de madera que en los tiempos en que la vida fluía en la casa albergó la biblioteca. Recordé inmediatamente el rincón de lectura, del que apenas quedaban un par de piezas muebles. Allí solía sentarse el tío Nando, como solíamos llamarle la cuadrilla de niños entonces. Sobresalía su cabeza del respaldo del butacón de piel marrón, apenas inclinada sobre las enormes hojas del periódico. Y volvió a mí aquél aroma a tabaco; la estela que se elevaba del cenicero sobre la mesilla a contraluz; el bastón apoyado en la librería esquinada junto a la ventana. Me sorprendí de la nitidez de estas imágenes en mi memoria como si repasara las fotos de un álbum que hubiera permanecido cerrado y polvoriento durante décadas.

Las estanterías desnudas de cultura incrementaban mi sensación de nostalgia y desolación. Aquellos fondos fueron donados por el tío Nando a la biblioteca pública del pueblo cuando finalizaron sus regresos estivales y él quedó en la lejana tierra argentina y en el recuerdo de los que quedamos aquí. Muchos de aquellos libros eran de navegación y viajes, de escaso interés para los habitantes de un pueblo cuya inquietud literaria iba por otros derroteros y el reconocimiento de su valor muy ligero.

Al otro lado de la biblioteca había un pequeño saloncito donde mi padre solía tomar el café y jugar al mus en aquellos meses de verano, cuando la casa se abría a la familia y a la gente relevante de la comarca. Al entrar descubrí con agrado que la estancia conservaba todo el mobiliario; al menos el que yo, en un repaso de inventario mental, recordaba allí. Sobre el austero sofá de cretona de deslucidos colores seguía colgado aquel paisaje bucólico barrocamente enmarcado. La vitrina, ahora vacía de porcelanas inglesas, continuaba frente a las pequeñas butacas que hacían juego con el sofá y que dividían este espacio de descanso del destinado al juego. No había lámparas en los techos ni en las paredes, pero la luz entraba a raudales por los amplios ventanales libres de cortinas, lo que había hecho mella en los ricos suelos de madera, ahora castigados por años de sol".

Todos estos recuerdos de mi primera entrada a la casa dos semanas atrás, se repitieron en mi interior. Ahora estaba de nuevo allí, esta vez con un enorme secreto entre mis manos. Aún no alcanzaba a entender, a asimilar el giro que acababa de dar mi vida tras la lectura de aquellas cartas, ocultas a los ojos del mundo durante tantos años.

Apenas me había acercado a una de las ventanas que daba a la entrada principal cuando ví llegar un coche oscuro y grande. Sólo viajaba el conductor, que se apeó con rapidez y se encaminó a la casa. Cuando salí al hall él ya estaba allí, mirando a uno y otro lado buscando al súbito visitante de la “Gloriosa”. Cuando me vió, inmóvil y lejana, de pié en aquella entrada solitaria, con la mirada abandonada, supo de inmediato que mi vida había dado un inesperado giro

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