martes, 23 de febrero de 2010

MI TIERRA






Es azúcar y sal; es arena y nieve; es flor y roca; es luz y tormenta.
¿Locura?¿Pasión? No....o quizás sí.

No es extraordinario que uno se sienta arraigado a su entorno; le es familiar y querido. Pero, a veces, se da una simbiosis especial, un sentimiento más profundo, como un cordón umbilical que le vincula por siempre a su tierra.


No significa que sea imposible admirar otros paisajes, apreciar y disfrutar otros lugares, cercanos o remotos. No es contradictorio y tampoco incompatible. El gusto por viajar y conocer otras tierras tiene mucho que ver con la razón, con el deseo de aproximarse a lo desconocido. Pero el amor a la tierra brota del corazón.


Me gusta recorrer cualquiera de sus rincones, tan distintos. Admirar los verdes de prados y montes, siempre vivos y frondosos. Y, desde lo alto de un acantilado, contemplar un mar tan pronto sereno como bravo que lame la roca como si fuera suya. Adentrarme en los desfiladeros que cierran el horizonte como si llegara al fin de la tierra para, de pronto, abrirse a un valle pacífico y acogedor. Pasear lentamente por la arena, clara y suave, casi dulce, de playas recoletas, olvidadas, donde te sientes refugiado y protegido. Bordear el agua de rios siempre locos que corren sinuosos en busca de laderas menos pindias donde encontrar la calma. Y entrar en las cuevas que nuestra geología convirtió en cobijo para sus gentes, mi gente. Y quedarme boquiabierta con lo que sintieron y plasmaron hace mucho, mucho tiempo en las paredes frias y oscuras de las cavernas. Disfrutar de una comida sencilla, sabrosa, maternal, en un pueblo escondido detrás de cualquier curva de la carretera, mientras hueles el humo de la leña y observas las caras de los jugadores de mus fente a tu mesa.


¿Cómo no amar una tierra así?. ¿Cómo no sentir pasión por ella?¿Cómo no desear abrir la ventana y respirar su aire? ¿Cómo no querer ser parte de ella?

sábado, 13 de febrero de 2010

AMANECER JUNTOS


Desde aquel día en que recogió su guante caído al pié del tranvía no había podido olvidar aquellos ojos. Unos ojos que le habían dado las gracias, le habían sonreído, le habían enamorado.
Volvió a diario a aquel lugar, a aquella hora, esperando volver a encontrarlos y disfrutar de su brillo y su profundidad. Tuvo que servirse de su paciencia y tesón porque tardó mucho en conseguirlo. Cuando volvió a verla, con su abrigo gris y los mismos guantes negros, no se dejó vencer por la timidez. Se dirigió a ella con La seguridad y el aplomo que sólo los grandes sentimientos impulsan. Y logró ver de nuevo la sonrisa en aquellos ojos.
No fue fácil. Pero a partir de ese momento cada día su amanecer era su mirada. Muchos amaneceres; muchas miradas, unas veces brillantes, otras llenas de lágrimas.
Ahora él seguía teniendo su mirada, perdida en algún lugar lejano, desconocido. No era aquella que vió salir del tranvía. Ella no sabía quién era el que la ayudaba a caminar, el que le daba de comer y le ponía la ropa. Ella no sabía qué nombre darle a aquel hombre que seguía cogiendo su mano por la noche.
Pero su mirada seguía siendo, para él, su amanecer.