viernes, 14 de enero de 2011

LA HERENCIA


La curiosidad hacía días que me rondaba la cabeza. Eran tantas las preguntas que se agolpaban en mi mente....¿por qué yo?¿cómo era posible que el tío Fernando se acordara de mí?¿qué podía hacer yo con la Finca “La Gloriosa”?. En cualquier caso nadie me iba a responder ya. Sólo debía centrarme en resolver definitivamente el papeleo y comenzar a pensar en qué hacer con la Casona.

Mi curiosidad me llevó a decidir un viaje repentino y fugaz para visitar de nuevo la Finca. Resolví los temas domésticos con los niños, organicé las cuestiones pendientes del despacho y tomé la carretera camino a Bárcenas. En esta ocasión ya disponía de las llaves, por lo que pude entrar directamente a la Casona. La impresión ya no fue la misma de semanas atrás; ya no había sorpresas y los recuerdos ya no saltaban de los rincones de mi mente. Estaba todo más en superficie, más accesible y próximo. Empezaba a sentirme dueña de aquello.

De nuevo me encontré con la enorme puerta , y la luz emanando tímidamente del lucernario de la escalera. Aquella enorme escalera de caracol entre cuyos barrotes había apoyado mi cara infantil y curiosa tantas noches. Me gustaba estar allí de nuevo después de tantos años. La subí lentamente, sin dejar de mirar hacia arriba, mientras acariciaba el pasamanos de madera. Llegada a la planta de arriba comprobé que las habitaciones conservaban parte de su mobiliario. Aquellas camas de cabeceros majestuosos, de maderas nobles labradas con esmero y tiempo. Eran altas y estrechas, muy diferentes de las que usamos ahora, con ropa gruesa de terciopelos y cretonas. Los armarios eran verdaderas obras de arte, con marquetería e incrustaciones de marfil. Los recordaba muy bien, porque más de una vez fueron nuestro escondite preferido en los juegos de infancia.

Cuando entré en la habitación del mirador, de repente me sobresalté. Un gato dormitaba tranquilamente hecho un ovillo sobre el sofá hasta que mi presencia le despertó y salió corriendo, más asustado que yo. El orejero estaba colocado justo en medio de la galería acristalada, orientado al jardín en el mismo lugar donde había visto a mi padre muchas veces leyendo el periódico a mi abuelo cuando ya apenas podía ver. Seguía allí, mirando al mismo magnolio de enormes flores blancas; ahora estaba ocupado por un gato asustadizo y salvaje.

Junto al sofá estaba una pequeña vitrina de caoba, de elegante estilo inglés. En los laterales tenía unos pequeños cajoncillos con tiradores dorados. Sin pensarlo abrí el último cajón de la derecha; estaba atascado; insistí y tiré con fuerza. De repente, me encontré con el cajón en la mano, el hueco vacío en el mueble y yo manteniendo difícilmente el equilibrio ¡Mi primera entrada en la casa como dueña y señora y era una entrada destructiva!. Me puse en cuclillas para volver a colocar el cajón en su sitio; una y otra vez lo intenté sin éxito. Algo había en el fondo que impedía que encajara bien. Metí la mano hasta el fondo, no sin algo de prevención y noté que había un bulto, no muy grande. Lo saqué.

Sentada en el sofá observé el “paquetito” que acababa de encontrar. Eran unos papeles cuidadosamente doblados y envueltos en una tela descolorida por los años; parecían cartas. Una gran sorpresa.

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