miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA OSCURIDAD Y LA LUZ


Hace unos días sufrimos un apagón general que afectó a una amplia comarca. De repente todo quedó a oscuras, ni una sola luz por ningún lado. La noche, que no tenía luna, se hizo más noche. Quedó todo paralizado: los semáforos no funcionaban; en las tiendas no había pesos, ni datáfonos, ni ordenadores; en la calle sólo las luces de los coches daban fogonazos fugaces a su paso. El mundo parecía pararse.

No pude evitar acordarme de aquellos lejanos tiempos en que las tormentas traían la oscuridad. Cuando se "fundían los plomos" y se tenían que cambiar aquellos extraños filamentos metálicos, que se enrollaban en dos polos, como la lana en mis brazos cuando mi abuela hacía madejas. Entonces sacábamos del armario el candelabro con la vela, que siempre estaba a mano. Esos momentos tenían un encanto irrepetible; nos reuníamos todos, alrededor de la temblorosa luz de la vela, con su característico olor y aprovechábamos para charlar y contar historias. Era un tiempo propicio para la intimidad. Quizás ahora echamos de menos el encanto de aquellos momentos en la oscuridad, donde sólo las siluetas nos permitían distinguirnos, donde la atmósfera invitaba a recogerte y disfrutar de la casa que era más hogar. Lejos, queda muy lejos.

Ahora los apagones ocurren de tarde en tarde; y cuando pasa, sólo es un titular en la prensa reclamando los daños causados.

Ahora estamos más acostumbrados a la luz. A distinguir en la noche la proximidad de una ciudad por el fulgor que se irradia al cielo negro . A que con la noche la ciudad se reconvierta en un hormiguero de luces, bombillas de muchos colores; anuncios luminosos; ventanas que se abren a la vida nocturna en las casas, con miles de historias diferentes tras cada una de ellas. Y las luces transforman la ciudad, convirtiéndola en un ser diferente. Las calles parecen distintas y distintos son sus habitantes: los que se retiran en busca del descanso y los que surgen, como aparecidos de otros mundos, asaltando la vía pública o llenando locales que sólo palpitan cuando se pone el sol. La ciudad, cualquier ciudad, es otra cuando llega la noche. Y su encanto no está en el interior de los edificios de oficinas, ni en sus comercios, ni en los bares, ni en el bullicio de sus calles. Su verdadero encanto reside en ella misma, en esa enorme sucesión de luces que iluminan calles desiertas, silenciosas, donde lo extraño se convierte en normal. La ciudad adquiere entonces su propia personalidad.


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