Es azúcar y sal; es arena y nieve; es flor y roca; es luz y tormenta.
¿Locura?¿Pasión? No....o quizás sí.
No es extraordinario que uno se sienta arraigado a su entorno; le es familiar y querido. Pero, a veces, se da una simbiosis especial, un sentimiento más profundo, como un cordón umbilical que le vincula por siempre a su tierra.
No significa que sea imposible admirar otros paisajes, apreciar y disfrutar otros lugares, cercanos o remotos. No es contradictorio y tampoco incompatible. El gusto por viajar y conocer otras tierras tiene mucho que ver con la razón, con el deseo de aproximarse a lo desconocido. Pero el amor a la tierra brota del corazón.
Me gusta recorrer cualquiera de sus rincones, tan distintos. Admirar los verdes de prados y montes, siempre vivos y frondosos. Y, desde lo alto de un acantilado, contemplar un mar tan pronto sereno como bravo que lame la roca como si fuera suya. Adentrarme en los desfiladeros que cierran el horizonte como si llegara al fin de la tierra para, de pronto, abrirse a un valle pacífico y acogedor. Pasear lentamente por la arena, clara y suave, casi dulce, de playas recoletas, olvidadas, donde te sientes refugiado y protegido. Bordear el agua de rios siempre locos que corren sinuosos en busca de laderas menos pindias donde encontrar la calma. Y entrar en las cuevas que nuestra geología convirtió en cobijo para sus gentes, mi gente. Y quedarme boquiabierta con lo que sintieron y plasmaron hace mucho, mucho tiempo en las paredes frias y oscuras de las cavernas. Disfrutar de una comida sencilla, sabrosa, maternal, en un pueblo escondido detrás de cualquier curva de la carretera, mientras hueles el humo de la leña y observas las caras de los jugadores de mus fente a tu mesa.
¿Cómo no amar una tierra así?. ¿Cómo no sentir pasión por ella?¿Cómo no desear abrir la ventana y respirar su aire? ¿Cómo no querer ser parte de ella?